Nunca había lavado tantos platos y ollas, por tantos días seguidos. Ahí, clavada en el lavaplatos, me ha ocurrido de todo. Ideas geniales, recuerdos tristes, contemplaciones profundas y desespero absoluto. Me he vuelto multimillonaria y caído en la pobreza absoluta. He viajado al Caribe, a las montañas de mi Colombia hermosa y hasta he ido de compras a Zara. Sí a Zara (a comprarme un abrigo morado que nunca han vendido). Quitando la grasa de los sartenes, confieso que he aprendido a tener paciencia. A perfeccionarla. Es que todo en la vida, es un proceso que hay que transitar. De comienzo a fin. Una cosa es querer terminar rápido, y otra es en efecto, lograrlo.
Este tiempo encerrados, cuidando nuestra salud, nos ha permitido regresar a lo básico de la vida. Cocinar, sentarnos en la mesa a comer en familia (o en soledad), y después a lavar platos (loza o vajilla dependiendo desde donde me lean). Todo el proceso, hace parte del ritual de alimentarnos. De transitar del orden al desorden y volver a empezar. Me dice mi mamá que "no hay oficio más mal agradecido que el de una cocina". Según ella, nunca se acaba. Y es cierto, porque cuando uno termina de lavar la última cuchara, y de limpiar los alrededores del lavaplatos, llega alguien con vaso sucio.
El otro día me dí gusto llorando. Me sentí triste y aproveché y me propuse limpiar una bandeja de acero inoxidable. El objetivo era quitar las manchas de grasa. Herví agua, le puse jabón y en el entre tanto, me secaba las lágrimas. Así como se me han ocurrido frases para escribir en este blog, también se me han nublado los ojos con recuerdos del pasado, y la ansiedad del futuro. Y en la tarea de restregar esa grasa, se me ocurría pensar que así como se limpian los platos, también pasa cuando se limpia el corazón y los pensamientos. Hay que vivir el proceso de limpieza emocional con paciencia. Hay que confiar en que el mugre de lo tóxico se puede quitar, y que se puede volver a brillar. Pero hay que tener en cuenta que no siempre se quitan todas las manchas (las de los platos y las de la vida) y que de pronto queda algún imperfecto. En lugar de frustrarse, es mejor sonreír por lo logrado y ver el imperfecto como un recuerdo propio de la vida (o del de una olla usada).
Este tiempo, sí que ha traído enseñanzas. Y lavar platos no ha sido el único oficio del confinamiento. También barrer, trapear, lavar baños, baldosas, ropa, cambiar sábanas (lavarlas, secarlas, doblarlas y guardarlas), aspirar y un interminable etcétera. Y luego, volver a empezar. Tengo un ritual con el agua que usamos para tomar y cocinar. La saco del filtro de la nevera. La pongo en un filtro marca Nikken (que alguien me dijo era buenísimo y yo le creí) y luego la pongo en la ventana al rayo del sol durante 24 horas. David me miraba desde el comedor hace unos días y me dijo con cansacio de verme "¡qué paciencia!, ¿cómo haces mamá?". Vale la pena aclarar que uso 5 litros diarios de agua. El proceso de llenado puede tomar unos 10 minutos viendo escurrir con lentitud el agua de un recipiente al otro. Le contesté, "para tener paciencia hay que tener determinación". Eso lo he entendido en estas semanas. Y espero que con el ejemplo, el niño de observarme, también. Hay que tratar de tener paciencia con los procesos de la vida. Es una ciencia, la ciencia de la paz. Que tampoco es que digamos, se logre siempre.
Todo pasa. Como los platos sucios. Pero hay que meterle determinación. Sin caer en la autoexigencia y el autosaboteo. Me explico. Esa fuerza interna que nos dicta ser perfectos, tener todo organizado, listo a tiempo y que nos juzga si no lo hacemos "bien". Se vale el desorden físico y emocional. Con límites. Pero se vale. De hecho, creo que el nuevo mundo que saldrá de los hogares después del confinamiento, será uno en el que valoraremos las cosas simples de la vida, las que tal vez no nos llamaban la atención antes, como por ejemplo, lavar platos. O tener paciencia. Es que cuando uno aprende a sacarle el brillo a las ollas y a la vida. Y tú..
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