En estos tiempos de confinamiento son muchas las habilidades que tenemos que hacer aparecer (a las buenas y a las malas) para hacer que la vida sea más fácil. El mundo entero atraviesa quizás, el reto más importante de su historia reciente. No es cualquier guerra, en esta hay un solo enemigo (el bicho ese) y todos en teoría, pertenecemos al bando que quiere ganar: la humanidad.
Nos han dicho que nos quedemos en la casa. Quietos. Lavándonos las manos. Aislados y que en pijama podemos salvar al mundo.
No es más. Pero en muchas latitudes les ha costado entender que lo del encierro es en serio, para que como dicen los niños, cuando llegue el virus, no encuentre a nadie en las calles y se vaya.
En ese orden de ideas, millones de personas alrededor del mundo fuimos responsables, solidarias, empáticas,
disciplinadas y atendimos el llamado de los gobiernos y nos encerraremos en nuestras casas. Sí. Con nosotros mismos, parejas e hijos.
En mi caso particular el encierro ha sido con mi pequeño David. Y nos ha ido bastante bien. Por mi parte me siento felíz de tenerlo cerca y poderlo ver y proteger. Pero se preocupa uno por los ausentes. Mis papás ya mayores, mis hermanos y sus familias, en fin. Pero volvamos al encierro. Para mí uno de los grandes retos de este tiempo ha sido el tema de la cocinada. Confieso que en la libre interpretación que cada mujer le ha dado a la liberación femenina, la mía en la práctica, fue haber decidido de manera deliberada no aprender a cocinar. Nunca. Además he sido afortunada porque he contado con la ayuda de una mujer maravillosa que trabaja hace más de diez años en mi casa y que hoy en día hace parte de mi familia. Gracias a su trabajo, yo he podido también trabajar y desarrollarme profesionalmente. Y antes de esta vida, pues era mi era otra vida en donde por fortuna, estaba mi mamá y sus consentimientos. Así que no. La cocina era para mí un lugar misterioso y hasta peligroso.
Pero la cuarentena hay que respetarla y hasta honrarla. Y por esta razón me propuse entre otras cosas, nutrir y alimentar bien al pequeño David. Así que considerando la nutrición como pieza clave de este encierro, debía tomar cartas en el asunto y empezar por cocinar algo. Lo básico, pensé. Un arroz. Y me acordé que con mucho mérito había guardado la olla arrocera que me nos dieron como regalo de matrimonio. Vale la pena aclarar que eso pasó hace 14 años y que hace 8 me separé. Con todo y eso, no había estrenado la olla. Así que no sé que tenga más mérito, si haberla guardado, o haber tenido la esperanza de que un día la iba a usar. Lo cierto es que el día cuatro de la cuarentena y después de tres tutoriales por YouTube, lo logré. Hice mi primer arroz en 44 años de vida.
Mi hijo se sentía orgulloso de mí. Yo también. El tema es que como somos veganos, alimentarlo con frijoles y lentejas era en realidad el reto nutricional fundamental. Teniendo dominado el tema del arroz podía seguir con mi segundo objetivo: las lentejas. El quinto día de la cuarentena y después de cuatro totutoriales de canales españoles, peruanos, mexicanos y colombianos, emprendí el camino de hacerlas. Tres horas después tenía el almuerzo servido y un niño que se relamía y pedía que la "chef" siguiera con su camino de aprendizaje. Para ese momento (después del arroz, las lentejas) había entendido que el reto mayor en la cocina no sería cocinar, sino más bien el desarrollo de la paciencia para la lavadera de platos (tan impresionante) que hay que hacer en todo el proceso. Esa noche después de tener la cocina arreglada tenía claro que una verdadera mamá colombiana tiene que saber hacer fríjoles. Y dí gracias por ser vegetariana porque me iba a ahorrar la mita de la bandeja paisa tradicional con chicharrón, carne molida y etc. Pero tendría que enfrentarme a uno de mis miedos de infancia. Agaché la cabeza con la manos extendidas sobre el lavaplatos. Respiré. Me quité los guantes de lavar platos. Abrí la puerta prohibida que está debajo de la estufa. Me miró y la miré. Era la olla express.
Dejé los frijoles en remojo y me fui a "dormir". A la mañana siguiente entré como una guerrera a la cocina y llamé a Neira. Noté que después de diez años de tener la misma olla express, estaba lejos de estar en las perfectas condiciones como lo estaba la olla arrocera. Era un tiesto de acero. No me contestó y le escribí por WhatsApp. Pasaron dos largos minutos. Quería preguntarle por la mañas que podía tener el aparato y que solo ella conocía. Después de ver seis tutoriales de cómo hacer fríjoles, mi gran preocupación era el momento final, ese en el que se deja salir el aire a presión que permite la cocción. Cuando por fin respondió este fue el mensaje que recibí: "usted la pone y cuando la cierra la agarra del cosito y la presiona con la palanquita que está abajo. Cuando coja, la suelta. Espera quince minutos y del otro cosito le presiona y ella cae sola". No escribió más. Me puse a llorar. ¿Cosito?, ¿que coja qué?, ¿si se cae, explota?. Llorando la volví a llamar y le dije que no le entendía una sola palabra. Le supliqué que se imaginara que yo tenía dos años y que tenía que explicarme tan claro como pudiera. Me regañó y me dijo que me calmara. Respiré. Y me puse a llorar otra vez.
Después de varias fotos que le envié logré entender cuál era el "cosito". También entendí que como esta bastante dañadita, al momento de hervir el agua, tenía que sostener la tapa para que el vapor se quedara adentro, cogiera presión y se sellara. Lograda esa etapa solo faltaban los quince minutos para que pitara. Me salí de la cocina y cerré la puerta.
El trauma con la olla express es una herencia de mi mamá. Desde muy niña le oí la historia que ella tuvo con una olla pitadora. En la ignorancia por allá en los años setentas, ella y su hermana terminaron entrando a apagar la olla express gateando y con una toalla en la cabeza porque ella y mi tía estaban paralizadas del susto. Mi mamá dirigía a mi tía desde la ventanita de la puerta de la cocina. Cuenta la leyenda que a ciegas llegó a la estufa, estiró el brazo y la apagó. Tuvieron que esperar a que llegara el esposo de mi tía para terminar el proceso de los fríjoles. Esa historia la oí muchas veces en los encuentros familiares entre risotadas, pero en mi cabeza lo registré como una actividad de alta peligrosidad. Recordando ese cuento familiar, se me pasaron los quince minutos y la olla empezó a pitar. Se me paró el corazón. Armada de valor entre a la cocina. Era el momento de presionar el otro "cosito" y que "cayera sola". Pero solo podía pensar en que esa cosa estaba a presión y lo que vendría sería una explosión. Por más ridícula que me pareció la escena, me puse una toalla en la cabeza y mejoré la versión del cuento de mi mamá. Busqué la tapa más grande de las ollas en mi cocina y la puse frente a mí como un escudo. Solo tenía que correr el cosito.
Y ya. Lo corrí y en efecto cuando el aire salió, la tapa cayó. Ese era el misterio. Los fríjoles me quedaron deliciosos. David, mi público aplaudió emocionado. Terminamos de almorzar y el niño se ofreció a lavar los platos. Yo rendida me recosté un momento y terminé durmiendo una siesta de tres horas. Agotada pero feliz.
A estas alturas de la cuarentena en Colombia, ya estoy fritando papas, plátanos, carimañolas, el arroz me queda pegajoso delicioso y ahora solo me falta aprender a hacer ajiaco vegetariano y seguir lavando platos.
Estoy contenta porque este tiempo además de aprovecharlo para compartir con mi hijo, lo he empleado para aprender, des-aprender y construir cosas nuevas en mi hogar, en mi casita física y aquí en mi interior. Sé que en este tiempo debemos esforzarnos en hacer de lo ordinario de la vida, algo extra-ordinario.
Y tengo claro que a penas acabe la cuarentena, lo primero que voy a hacer, es comprar una olla express.
Y tú ¿qué has aprendido en estos tiempos de estar en casa?. Cuéntame y si te gustó esta historia compártela con tus familiares y amigos. ¡Ah! y déjame un mensaje en la casilla que aparece más abajo. Gracias por llegar hasta acá y recuerda que en este reto estamos todos juntos y unidos con responsabilidad y disciplina vamos a salir adelante sanos y aliviados.